La Casa Azul y sus fantasmas

Ahí está como ayer, recordándonos que para construir una gran historia personal no se requiere más que el poder de la fuerza de voluntad. Por encima de la fama, del éxito, del ego, del dinero, por encima siempre está esa fuerza. La voluntad de ser uno mismo, de defender sus ideales, de crear un tótem de nuestras obsesiones. Eso es lo que para mi fue Frida, y este fue su legado al mundo.

Nunca había ido a la Casa Azul. Más de 20 años viviendo en la Ciudad de México en dos etapas de mi vida y nunca me había parado ahí, en uno de los más emblemáticos lugares de la capital azteca, de esos que los turistas ponen como prioridad máxima cuando visitan nuestro país. Pero no he de negar que las huellas sucias de ese empalagoso marketing que siempre ha rodeado la figura de Frida fue creando con los años cierta resistencia de ir al sitio.

No fue hasta la visita de los hermanos de Papá, que venían desde las remotas tierras charrúas por primera vez, a más de 36 años de mi llegada a México, que nos animamos a romper esos bloqueos mentales y dirigirnos a aquella azulada casa de Londres 247 en nuestro tan querido Coyoacán, para por primera vez, atrevernos a entran en el mundo que Frida y Diego construyeron.


De los colores vivos que identificaron la vida de la pintora, el lugar ahora museo irradia vida desde su entrada. Unos gigantescos judas yacen colgados de la parte superior de la entrada, diablos y calaveras de sonrientes semblantes, recordando a los visitantes cómo en México la muerte, los dolores y lo nefasto se convierten en chiste.

A diferencia de su eterno Diego, que nunca encontraba paredes, lienzos o espacios suficientemente grandes para su pincel incansable; Frida, sujeta a las restricciones físicas ya tan conocidas, creó un mundo tan rico como el exterior, pero ahí accesible, al alcance de la mano. Los jardines, que originalmente no pertenecían a la casa, fueron construidos al comprar terrenos aledaños, para albergar la visita de León Trotsky, a su llegada en el año 1937, con la finalidad de que el político ruso pudiera tener un espacio seguro de la incansable persecución de su otrora compañero revolucionario y en ese tiempo flamante instaurador de la máquina soviética, José Stalin. Ahora estos son espacios de paz, con vegetación que va desde los tradicionales nopales, cactos y magueyes, hasta pirámides coronadas con una parte de las estatuillas prehispánicas de la colección de Diego, árboles y arbustos florales de todo tipo. Un espacio que invita a la reflexión, pero una reflexión rodeada de un microcosmos en donde se resume la esencia de México que tanto fascinaba a Frida y a Diego.


Las salas de la casa, ahora da albergue a las colecciones de arte, fotos y curiosidades. Ilustres obras como la Vive la Vida, grabada en unas sandías, última obra de la pintora; Frida y la Cesárea, terrible representación de sus fallidos intentos de maternidad; el interesante boceto de la Ruina, en donde una cabeza partida en pedazos es reconstruida de forma esquemática entre soportes y andamios, o el famoso Retrato de mi padre Wilhem Kahlo, en donde a través de los ojos de su hija, se expone el rostro de un fotógrafo que habrá captado miles de imágenes, pero quizás muy pocas de sí mismo. En las fotografías, se ven desde hermosos retratos de Frida ataviada con sus coloridos característicos atuendos típicos, pasando por momentos ilustres como el encuentro con Trotsky, así como imágenes del Anahuacalli de Diego, por mencionar solo algunas.


Se conservan también varios espacios familiares como son el comedor, de tintes tradicionales y a un costado de una pequeña chimenea, coronada con un gran ave de paja tejida rodeada de flores. En los laterales, una colección de las vajillas, artesanías y pinturas típicas instaladas en repisas de madera y de un intenso amarillo. A donde uno dirige la mirada, colores vivos son la constante. A un costado está la cocina, con cazuelas tradicionales marcadas todavía con las sombras del tizne de uso frecuente de hace algunas décadas. Las sillas de paja tan representativas del México rural y sus instrumentos de madera. Como buena cocina mexicana, denota las huellas dejadas por años de uso constante.


De esta forma, subiendo unas escaleras hasta el segundo piso, llegamos a un lugar que reviste una magia especial, el estudio. Extensión de la casa original, el estudio fue solicitado al célebre Juan O´Gorman usando los materiales característicos de las culturas prehispánicas del Valle de México, piedra volcánica y basalto. En él, podemos adentrarnos al mundo íntimo de Frida. La mesa de dibujo, además de contar con una notable vista de los jardines, es un paisaje rico en materiales, texturas, frascos, pinceles y matraces que no iban más lejos que el alcance de los brazos. De igual forma está el caballete, regalo de Nelson Rockefeller a la artista, recuerdo del espejismo en que el mecenas capitalista jugaba a abrirse a artistas de horizontes ideológicos más extensos, ideado para permitir a Frida pintar desde la silla de ruedas de su última etapa, con su mesa de pinturas a un lado. Este rincón remite a pasados creativos de tremenda intensidad.


Con la mirada curiosa de aquellos que indagan en la vida íntima de los genios creativos, uno puede recorrer los libros que leían, la colección de mariposas obsequio del escultor Isamu Noguchi o los baúles de época que van dando paso a las habitaciones. En una de ellas se encuentra la cama-cárcel en la que Frida tuvo que pasar incontables horas debidas a sus problemas físicos. Ese lecho con el espejo en la parte de arriba en donde analizó detenidamente cada uno de los rasgos que plasmó hasta el cansancio en sus pinturas. Es a través del conocimiento de la biografía de Frida, que uno entiende que lo que pudiera ser egocentrismo probablemente no fue más que una forma de expresión de un mundo que, por fatalidad del destino, se vio brutalmente empequeñecido. Un mundo que no podía salir de las aristas de ese rectángulo postrado en la parte superior de la cama, colocado ahí por requerimiento de su madre, pero que salió volando a través de la imaginación y se fue a años luz de esa cama, hacia adentro de la mente, y se convirtió en pájaros de colores, de corazones, de sangre derramada, de plantas de grandes hojas, de changos, de cuerpos de venados corriendo por frondosos bosques, de trenzas interminables, de cactus, de rostros, de fetos, de frutas, de formales trajes, de la muerte esperando del otro lado, pacientemente.


He de confesar que siempre vi a Frida Kahlo como veo cualquier manifestación religiosa, con gran escepticismo. El descontextualizar un personaje y conventirlo en icono sin duda que tiene un gran atractivo comercial para la gente coleccionista de lugares comunes, resumir estos iconos a la barriga de una camiseta, a la impresión en la tasa o al relieve de la moneda nos hace olvidar muchas veces al personaje mismo. También, el contemplar la majestuosidad y a la vez la monstruosidad productiva de un tipo como Diego Rivera, probablemente el pintor latinoamericano más importante del Siglo XX, siempre da pie a burdas comparaciones. Con esos referentes, también es complicado centrarse en Frida. Pero como sucede con aquellos sitios arqueológicos de valor inestimable que se encuentran en el corazón de densas selvas, hay que desbrozar varias capas de clichés y estupideces para llegar a la artista. Frida no buscó ser mejor o peor que nadie, tanto en la Casa Azul como en varios museos que he recorrido viendo de cerca su obra, me doy cuenta de que muy pocos artistas han transmitido un mundo interno, y lo han hecho con tanta fuerza. En muchas ocasiones no me gustan sus trazos disparejos, las formas burdas de sus cuerpos, el uso de sus colores fuertes; pero al igual que sucede con el buen mezcal, no puedo dejar de aceptar que detrás de esos rasgos difíciles y ásperos, hay sustancia y hay mensaje, una cosa que miles de artistas con mejores dotes técnicas, nunca llegan a lograr. La radiografía del dolor de Frida encarnando el dolor histórico de la mujer mexicana es algo único, irrepetible… Cualquiera que lo intente siempre traerá a la memoria a la Kalho, y es esa voluntad de estilo con  la que me quedo al final. 

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