Un legado de imágenes

En esta ocasión tenemos la oportunidad de presentar una exposición de imágenes inéditas de un querido amigo, que permanecieron varias décadas anónimas y olvidadas en algún rincón, y esto nos sirve para recordarlo, a unos 3 años de su fallecimiento.
Antes que nada, un poco de contexto es siempre útil, porque hay lapsos en la vida que en el momento no valoramos en su justa dimensión, pero que con el tiempo van tomando su importancia. Así fueron esos ratos que pasamos con Don Manuel Río de la Loza (QEPD), y que definió un recuerdo indeleble en nuestra familia, en los años en que vivíamos en la Ciudad de México.
De rutina fija, Don Manolo salía cada mañana con rumbo al mercado de Río Becerra, con su carrito de metal, para comprar sus víveres en los alrededores del barrio, mismos que conocía mejor que la palma de su mano. Su andar era constante y sin prisa, y siempre estaba dispuesto a ser interrumpirlo al encontrarse con algún vecino o alguno de los muchos conocidos que tenía en las esquinas, en los negocios y en los rincones de la colonia. Si alguien le hacía segunda, Don Manolo podía pasar muchos minutos charlando con esa persona. Anécdotas le sobraban, de estas tenía infinitas.
Al inicio, cuando nos movimos a esa pequeña cerrada que limitaba la colonia Escandón de San Pedro de los Pinos, muchas veces pasé a su lado, y siempre le saludaba con la cortesía justa. Las prisas de la rutina cotidiana hacían que lo hiciera de manera pasajera, sin dar mucho pie a la conversación. Mi esposa en cambio, que en esos tiempos no estaba laborando, lo veía frecuentemente, ya que vivíamos a menos de 10 metros de su casa. Ella estaba llegando de provincia cuando éramos recién casados, y al no conocer mucha gente en la ciudad, Don Manolo se convirtió en su cómplice en esas largas horas de la jornada diaria, y así fue como empezó a conocer su mundo de forma más cercana, mismo al que yo tendría acceso algún tiempo después.
Múltiples ocasiones me insistió Ana de irlo a visitar, y en uno de esos fines de semana de ocio, fuimos a su casa a comer y pasamos una buena tarde compartiendo conversación. Esa sería la primera de muchas coincidencias en el futuro. 
De organización meticulosa, Don Manolo siempre era un ejemplo de como se debe llevar una vida en soledad. En lugar de sentarse en un sillón a deprimirse y vivir en el mundo del recuerdo, él llenaba su espacio con pequeñas actividades. Diariamente, llevaba un registro de su cotidianidad en una pequeña libreta, de las cuales tenía decenas desde que decidió llevar tal disciplina. Despojados de poesía, plasmaba en informes detallados lo que aconteció en el día, las actividades que realizó, a cuales de los vecinos vio, si hubo alguna nueva en las conversaciones, lo más notable que se encontró en el periódico, cada uno de los precios de los productos de su canasta de mercado, de la película que se encontró en la televisión, con un recuento de sus actores principales, que le hacían revivir otros tiempos. Todo esto lo hacía con la paciencia de un relojero.
Además, nos enseñó cada una de las cosas que comía, como organizaba su ropa, un muestrario detallado de sus achaques físicos por sus más de 90 años, pero sin quejas, simplemente lo tenía como otro compartimiento en su nutrido banco de datos. 
Por supuesto sus recuerdos eran la joya de la corona, nos enseñó fotos de su familia, de su esposa, tristemente finada hace más de 20 años; de sus vacaciones en Acapulco en los años dorados, en donde el puerto era un paraíso hoy irreconocible; así como de un sinfín de objetos de la familia que podríamos pasar horas enumerando, cada uno con su historia particular. 
Don Leopoldo, su biseabuelo, fue un ilustre químico farmacéutico que contribuyó notablemente con el tratamiento de epidemias de cólera en el siglo XIX, obra que continuaron de forma notable sus hijos Maximino y Francisco, ambos destacados médicos, farmacobiólogos, investigadores e inventores en su tiempo. Su padre consolidó ese negocio en tiempos cambiantes de la primera mitad del siglo XX, pero a la rama de Don Manolo ya no le tocó mucho de todo ese esplendor. 
Por su parte, Don Manolo estudió arte en la Academia de San Carlos, y nos mostró una infinidad de bocetos de parques, iglesias, jardines y edificios de sus tiempos de estudiante, por allá en la década de los cuarenta. De igual forma, y como sujeto de esta exposición, su hija Liliana nos compartió unos cuantos dibujos y acuarelas cómicos que realizó Don Manolo en sus años mozos. 
Con gran cariño subimos estos materiales a la red, para que queden a la vista de un mayor número de ojos, y nos recuerden la infinidad de talentos que han habido y aún hay por ahí entre nosotros, y que no han sido sujetos de grandes reflectores.









Comentarios

  1. Excelente historia Pablo, sin duda el ocaso de la vida nos coloca a todos en un punto donde el recuerdo se convierte en el valor más importante, digno de mostrar y compartir con el mundo, sin embargo, no todos seremos capaces de llevarlo a cabo, a pesar de que la conciencia nos golpea repetidamente. Una parte del legado de don Manolo ahora está en presente en el Diario Portátil, para quienes no tuvimos la fortuna de conocerlo. Gracias por compartirlo. Charly.

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